En julio de 1923 el corresponsal del periódico británico Daily Mail contó las vicisitudes que implicaba la vida en Berlín. La moneda alemana perdía su valor a una velocidad absurda, un almuerzo costaba 4 millones de marcos y el billete más grande de 10.000 escaseaba. Pagar en efectivo implicaba llevar una mochila entera cargada con papel moneda impreso el día anterior y devaluado ya por la tarde.
La hiperinflación alemana, preludio del nazismo, fue un fenómeno inédito, que se repetiría a mucho menor escala en otros países de la periferia capitalista. Se trata de un tipo específico de inflación, porque hay varios. Inflación de costos, de demanda, inflación por indexación. Se habla también con adjetivos; inflación acechante, galopante, desatada, persistente, estructural. La inflación también se parece al colesterol. Hay inflación buena e inflación mala. La inflación de precios buena es aquella que, después de una recesión, se acelera solo lo suficiente para estimular el consumo y la inversión.
En términos de lo que sube, se habla de inflación de precios finales e inflación de activos (asset price inflation).
La inflación se parece en este sentido a la violencia: existe violencia doméstica, de género, delictual, policial, contra la naturaleza, violencias en plural, pero que reciben sanciones distintas. La inflación de precios finales, por encima de una meta prefijada por un banco central “autónomo” se trata de una sola manera: subiendo la tasa de interés, encareciendo el crédito y desincentivando el consumo.
Por el contrario, la inflación de activos (acciones, bonos,viviendas) es tolerada por los bancos centrales e incluso -en sintonía con los intereses del sector financiero- es estimulada con tasas bajas. Este constituye el aspecto menos autónomo de un banco central autónomo.
La inflación de activos es saludable en la narrativa dominante. Alan Greenspan, el expresidente de la FED, fue un activo promotor de este tipo de inflación. Ante cualquier crisis de liquidez puntual Greenspan bajaba la tasa de interés y salía a comprar activos: compraba bonos del tesoro en cantidades estratosféricas y prestaba dinero fresco a los bancos de Wall Street para que compraran todavía más. El valor del bono subía y se podía usar como trampolín para otras apuestas en la bolsa, como las acciones tecnológicas, bonos basura y letras hipotecarias de alto riesgo. Todos felices hasta que la burbuja explotaba.
Para que la fiesta de precios pudiera continuar después de la resaca, se hacía necesario inyectar al cuerpo tembloroso de la economía nuevas dosis de liquidez. Inyecciones a la vena de dinero constante y sonante.
Como señala Mariana Mazzucato, esta era la droga -administrada por los bancos centrales del mundo- a la que hicieron adictas las economías después de la crisis financiera global de 2008. A pesar de que el crecimiento y la productividad se mantuvieran bajos, los bancos centrales actuaban inyectando cantidades masivas de liquidez en el sistema (quantitative easing) con el objeto de mantener altos los precios de los activos.
Armas, gérmenes e inflación
La inflación actual tiene aspectos singulares. En Argentina y Brasil a principios de los noventa hubo hiperinflación de precios finales, mientras que los precios de los activos cayeron a la categoría de basura. Pero fueron hechos puntuales mientras en otros países la inflación de precios finales caía y la de activos subía. La inflación de hoy es de precios finales y de activos, algo insólito.
Además, esta inflación es un fenómeno global como la variante ómicron, una combinación inédita de todas las inflaciones históricas de costo y de demanda. La inflación inflacionaria.
La pandemia, como se sabe, alteró aspectos fundamentales del sistema global de comercio. Bienes intermedios y finales comenzaron a escasear y sus inventarios a reponerse de manera mucho más lenta y menos eficaz.
A este aspecto (cost-push) se suma también el de la demanda (demand-pull). Todos los gobiernos entregaron algún tipo de transferencia de efectivo para sostener los ingresos de la población privada de empleo. La oferta encarecida por la pandemia se cruzó con una demanda sostenida por el fisco (en este sentido los retiros de las AFP son como una variante local del virus).
Hace pocos meses la combinación tóxica de inflación de costos y de demanda se consideró transitoria, pero la guerra de Ucrania terminó por sepultar esta ilusión. Con ello se consolidó el temor a una inflación de tipo build-in, anclada en expectativas de largo plazo, el peor escenario.
Un problema adicional es que este nuevo ciclo sorprende a los bancos centrales atrapados en la ortodoxia, sin otra herramienta que la tasa de interés. Subiéndola se encarece el crédito, se castiga a los trabajadores y asalariados (la demanda) para detener el alza de precios finales. El riesgo es que esa ortodoxia llevada al extremo termine por afectar también el precio de los activos, especialmente si se necesita subir mucho la tasa.
Es delicado porque una deflación de activos no solo afecta a los ricos, los banqueros y los operadores financieros, sino también a los fondos de pensión, o sea, las personas comunes.
Pretenden los banqueros centrales, en este contexto, dar una señal de que subirán la tasa de interés todo lo que sea necesario para castigar a los consumidores y frenar la inflación de precios, pero solo lo necesario para no afectar el valor de los activos. Es una apuesta imposible a estas alturas: hacer tortillas sin quebrar huevos.
Al otorgarle al banco central un mandato estricto, que solo tiene en cuenta la inflación de precios al consumidor, lo que se hace es priorizar un conjunto de intereses económicos por sobre otros. Los intereses de los consumidores, sí, pero más todavía los intereses de banqueros y prestamistas.
Cuestión moral
Otro rasgo de la inflación es que genera en la sociedad narrativas encontradas acerca de quién es el culpable.
Según el economista y premio Nobel Robert Shiller, a lo largo de la historia distintas narrativas se han disputado el terreno para convertirse en interpretaciones dominantes: para los asalariados de los años veinte y sesenta, los precios subían por culpa de empresarios y comerciantes codiciosos; para éstos y para los rentistas, la inflación era culpa de sindicatos y asalariados ignorantes, coludidos con políticos populistas dispuestos a subir el salario mínimo.
Es fácil ver el antagonismo de clases y cómo ganaron los rentistas gracias al banco central autónomo. De acuerdo a Benjamin Braun, economista del Instituto Max Planck de Alemania, el problema actual estriba justamente en que los intereses de los bancos centrales están alineados con los intereses de la industria financiera. Así, con la doctrina Greenspan, la única inflación problematizada pasó a ser la de los precios finales, y la inflación de activos, en cambio, pasó a ser la novia de todos y el elefante en la cristalería.
Los detalles son asombrosos y permiten visualizar la perversidad del sistema. La FED prestaba el efectivo (cash) a los bancos de Wall Street para que estos compraran bonos del tesoro. El contrato se cerraba en la forma de un “repo”, pacto mediante el cual la FED se comprometía a comprar el bono al cabo de un tiempo. Es como si a usted, el Banco Central de Chile le prestara plata gratis para comprarse una casa, con el compromiso de comprarle la casa de vuelta con su plusvalía incluida. ¿Qué haría usted? Se compraría cien casas en cascada, de paso encareciendo el precio de la vivienda y de los arriendos a los sectores medios y de menores ingresos.
Por ahora hay malas señales. Pésimas, en realidad. El mercado de bonos sufrió una paliza desde que la FED subió la tasa. Todas las gestoras de fondos están vendiendo bonos y más aún si son de largo plazo, pues no se visualiza cuántas alzas serán necesarias para calmar los precios finales sin hundir los precios de los activos y sin causar una recesión, el resultado inevitable de un aumento sostenido de tasas.
Hasta ayer, las pérdidas en el mercado de bonos ascendían a 2,6 billones. El equivalente a nada más ni nada menos que un 3,3 por ciento del PIB mundial. Las personas que jubilen los próximos meses recibirán pensiones castigadas, y eso es un problema social que deberán asumir los gobiernos con más gasto. En Europa, más encima, se han anunciado aumentos sostenidos del gasto militar debido a la incertidumbre geopolítica. Estos son recursos que no existen y habrá que traerlos del futuro: más deuda pública a tasas más altas.
Las hiperinflaciones de Alemania en los años veinte, de Argentina y Brasil a comienzos de los 90 nacieron así, de enormes incrementos de deuda monetizados como billetes arrugados y sin valor. Mochilas, carretillas completas de billetes. No sucederá de esa manera ni con esa intensidad, pero tampoco será fácil ni menos barato. El mundo del comercio libre, el multilateralismo y las tasas bajas ya no existen.
Fundación por la Transparencia y Escuela de Periodismo, Universidad de Santiago de Chile
Departamento de Ingeniería Comercial, Universidad Técnica Federico Santa María