La intensificación del conflicto entre Estados Unidos y Venezuela plantea interrogantes sobre los límites de la diplomacia coercitiva y los riesgos de una escalada militar en América Latina. El despliegue de buques estadounidenses en el Caribe y las acusaciones de narcoterrorismo contra Nicolás Maduro marcan un punto de inflexión en una relación históricamente tensa.
Desde una perspectiva geoeconómica, el conflicto trasciende el narcotráfico. La narrativa estadounidense se articula con intereses sobre rutas comerciales, influencia regional y acceso a recursos energéticos. Venezuela, con más de 300 mil millones de barriles en reservas petroleras y alianzas con Rusia, Irán y China, representa un nodo estratégico en el tablero global.
La respuesta venezolana, con 4,5 millones de milicianos movilizados, refuerza una lógica de confrontación interna. Pero esta militarización podría agravar la crisis institucional y humanitaria. Según ACNUR, más de 7,7 millones de venezolanos han migrado desde 2015.
Chile, aunque no involucrado directamente, enfrenta impactos indirectos. La polarización regional debilita la Zona de Paz promovida por CELAC. En el plano migratorio, Chile acoge a 1,9 millones de personas extranjeras, 42% venezolanas, y el 75% de los ingresos irregulares provienen de ese país. Esto ha generado presión sobre salud, vivienda y seguridad.
En lo económico, la caída del cobre a US$9.731 por tonelada y el tipo de cambio cercano a $965 por dólar reflejan la volatilidad global. La expansión del Tren de Aragua refuerza la urgencia de una política de seguridad regional coordinada.
A pesar de los desafíos, la migración venezolana ha generado aportes positivos: USD $409 millones en impacto fiscal neto en 2022, con un 79% de participación laboral y más del 50% con educación superior.
Urge fortalecer mecanismos multilaterales y evitar que la estabilidad regional dependa de pulsos bilaterales. La cooperación institucional es clave para un desarrollo sostenible.